Comentario
El hecho mismo de la privanza supone a su vez una forma nueva de entender la relación entre el rey y los reinos, entre el rey y los vasallos, caracterizada por un mayor distanciamiento del monarca de los asuntos de gobierno, lo que suscitará en las oligarquías locales una menor identificación con las directrices de la Corona y en algunos casos, por consiguiente, su rechazo, como se pone de manifiesto en los conflictos políticos que se desencadenan durante la centuria, aunque con mayor virulencia en los años centrales, hasta el punto de que parece como si la Monarquía se fuera a desintegrar.
El ideario político del duque de Lerma está presidido por la voluntad de apaciguar el descontento que existía en los reinos a finales del reinado de Felipe II. La boda del joven monarca con Margarita de Austria en Valencia, fastuosa hasta la extravagancia; el viaje de la pareja real a Zaragoza, donde Felipe III concede al reino el perdón general por las alteraciones de 1591; y la convocatoria de Cortes en Cataluña en 1599, cuyos resultados fueron acogidos con enorme satisfacción en el Principado, al consolidarse la Real Audiencia y conseguir la visita a los funcionarios reales cada seis años y el nombramiento de catalanes al frente del tribunal inquisitorial de Barcelona, contribuyeron sin duda a garantizar por algún tiempo la quietud en la Corona de Aragón.
En Castilla la situación era muy parecida: las Cortes ya no se mostraban tan dóciles a los deseos del rey como en el pasado y la Corona, que necesitaba la aprobación del servicio de millones ante la grave crisis financiera que padecía, con la mitad de las rentas hipotecadas por los juros y unos gastos presupuestados en once millones de ducados, tenía que acoplarse a sus exigencias mal que le pesase. Por este motivo, el duque de Lerma se abstendrá de pedir nuevos servicios o de acrecentar el importe de los ya establecidos, aunque no de poner en marcha un arbitrio, desestimado por Felipe II, que tendrá graves repercusiones en el sistema económico del reino: la retirada de la moneda de cobre con liga de plata y la acuñación de moneda de vellón, sobrevalorada además respecto de su valor intrínseco.
Esta actitud contemporizadora de la Corona no eliminaba, sin embargo, los problemas existentes en los reinos. El descontento provocado en Cataluña por la falta de decisión de Madrid sobre el arbitraje de varios artículos de las Cortes de 1599 que todavía estaban en litigio -entre ellos la facultad de los virreyes para promulgar pragmáticas- y la no publicación, por esta causa, de las constituciones aprobadas en dicha asamblea, crece en 1602 con la detención por el virrey de un diputado y un oidor de la Generalitat.
En Valencia, las Cortes de 1604 tampoco habían logrado resolver los problemas más acuciantes del reino, como eran la cuestión morisca o la lucha contra el bandolerismo y la piratería. Este malestar, sin embargo, es acallado con rapidez: en Cataluña, con el cese del virrey, sustituido por el arzobispo de Tarragona, y con la publicación de las constituciones, incluidos los cinco capítulos que estaban en litigio, si bien con un acuerdo interno entre la Corona y el Principado de que serán considerados letra muerta; en Valencia, con el fortalecimiento de la nobleza -que ha crecido de forma espectacular- para asegurar su apoyo al monarca, lo que explica el proceso de refeudalización que tiene lugar en el reino con la ampliación a más nobles de la jurisdicción señorial.
En Castilla, aunque las ciudades habían conseguido del monarca en las Cortes de 1600 la facultad de administrar el servicio de millones a través de una comisión en la que participarían los procuradores, el descontento seguía vivo, máxime cuando la Junta de Desempeño (1603) en vez de desempeñar el patrimonio real enajenado lo había hipotecado aún más, razón por la cual el duque de Lerma debe sacrificar a dos hombres de su confianza, Lorenzo Ramírez de Prado y Pedro Franqueza, miembros de la mencionada Junta, y aceptar las condiciones impuestas por las Cortes de 1607 para la prórroga del servicio de millones: mayor control por las ciudades del impuesto y compromiso de la Corona de no recurrir a una nueva manipulación de la moneda. Ante este acoso del reino, y dado que los ingresos del erario estaban empeñados por adelantado, elevándose el déficit del Estado a 10.123.879 ducados de principal, más los intereses, a Felipe III no le queda otra salida que declarar en 1607 la suspensión de pagos y con ella la transformación de la deuda flotante en deuda consolidada, medida que momentáneamente permite sacar a la Hacienda del agobio financiero en que se encontraba, aun a costa de acrecentar la hipoteca fija de las rentas.
Hacia 1607 comienza a debatirse también un tema de enorme transcendencia política, económica y social: la expulsión de los moriscos. Esta comunidad, cada vez más populosa, suscitaba en el seno de la Iglesia y en la Corte un gran recelo por dos motivos fundamentales: el primero, su irrenunciable práctica de la religión musulmana, pese a su conversión forzosa -o por lo mismo-, a la que se unía la persistencia de sus costumbres; el segundo, quizás más cuestionable, su connivencia con los turcos y berberiscos, o con cualquier enemigo de la monarquía, a quienes podían facilitar en un momento dado el apoyo necesario para una invasión del territorio peninsular.
Todas estas razones inducen finalmente a la Corona a decretar el 9 de abril de 1609 la expulsión de los moriscos, previa consulta del Consejo de Estado en presencia del duque de Lerma. Para ello ha sido preciso satisfacer a la nobleza, la más perjudicada en teoría con la expulsión, compensando las posibles pérdidas en sus patrimonios con la reversión a su poder de las haciendas de los expulsados y la facultad de endurecer las condiciones de explotación de las tierras dadas a los nuevos repobladores, toda vez que las rentas que percibían se habían ido devaluando con el aumento de los precios, viéndose precisados a solicitar préstamos para costear el gasto de sus casas, cada vez mayor. La operación, perfectamente organizada, se realiza entre 1609 y 1610 -aunque no se completará hasta 1614, una vez capturados los huidos-, con un despliegue inusitado de buques y soldados para asegurar el embarque de los expulsados y sofocar las revueltas que se produjeran, como se temía y así sucedió, pues unos 6.000 moriscos se atrincheraron en La Muela de Cortes y otros 15.000 en el valle de Laguar. En conjunto se estima que fueron expulsados de Valencia 117.464 personas, de Aragón 55.422, de Castilla, Extremadura y Andalucía 68.000, de Murcia 13.000, y de Cataluña 5.000, todos ellos ubicados en el delta del Ebro.
La reorganización de las estructuras económicas en Aragón y Valencia después de 1609 alejó de Madrid el espectro de disturbios en ambos reinos, como asimismo la actitud conciliadora de la Corona respecto a Cataluña, a pesar de la resistencia de su nobleza contra las campañas emprendidas para impedir el uso generalizado de armas, lo que propiciaba el bandolerismo. En Castilla, las ciudades también parecen plegarse a las exigencias del duque de Lerma, aun conservando las conquistas anteriores, pues vuelven a conceder el servicio de millones y se avienen a prorrogar -y aun acrecentar- el encabezamiento de alcabalas y tercias para el período 1611-1626. Con todo, a partir de 1616 las relaciones entre el rey y los reinos cambian de forma radical, empezando por Cataluña, donde el duque de Alburquerque emprende una acción punitiva a gran escala contra el bandolerismo y la nobleza que lo protege en medio de fuertes protestas.
Su relevo en 1618 por el duque de Alcalá empeorará esta situación, al exigir a la ciudad de Barcelona que abone los atrasos correspondientes al pago del quinto, granjeándose así la enemistad de la oligarquía que gobierna la ciudad, sobre todo porque la demanda se realiza en una coyuntura económica especialmente adversa para el Principado.
En Portugal la estabilidad política también comenzaba a deteriorarse, lo que explica el viaje realizado por Felipe III a Lisboa entre la primavera y el otoño de 1619. El recibimiento que se dispensó al monarca pudo convencer a algún cortesano de la firme lealtad del reino, pero bajo el fasto y los agasajos latía un mal disimulado resentimiento de la población por la presencia cada vez mayor de castellanos en los puestos de la administración lusa y por las agresiones holandesas a sus colonias en Costa de Oro, la Guayana y las Indias Orientales ante la pasividad de Madrid.
Las ciudades castellanas, por su parte, retoman en las Cortes de 1617-1620 la iniciativa perdida, y aunque es cierto que la Corona impone una nueva acuñación de vellón por valor de 800.000 ducados, no lo es menos la resistencia que oponen a la renovación del servicio de millones -ahora por nueve años-, exigiendo para su aprobación que el monarca se comprometa a no acuñar más moneda de vellón y a que emprenda las reformas necesarias a fin de remediar la flaqueza del reino. En este sentido, Felipe III encarga al Consejo de Castilla que elabore un informe donde se definan las causas del declive castellano y se expongan los remedios adecuados para superarlo.
La consulta, remitida al soberano en febrero de 1619, propone recortar las mercedes y las ventas de oficios públicos, restringir las fundaciones religiosas, obligar a la nobleza a que abandone la Corte, rebajar los tributos en Castilla y aumentar la participación de los otros reinos en la defensa de la Monarquía. La escasa originalidad de este informe contrasta con las propuestas de los arbitristas -Sancho de Moncada, por ejemplo- dirigidas a estimular la agricultura y la industria, así como a combatir el monopolio comercial adquirido por Inglaterra y Holanda en las paces de 1604 y 1609. Lo grave es que a la ausencia de medidas proteccionistas se sumarán en marzo de 1621, poco antes de fallecer Felipe III, los efectos de una nueva acuñación de vellón, la tercera del reinado, por valor de 800.000 ducados. Complejo panorama heredaba Felipe IV, en quien los reinos, y sobre todo Castilla, tenían puestas sus esperanzas.